Ernst Jünger, el anarca, el anarquista y la verdadera libertad

Junger y el rebelde del bosque

Recuerdo hace muchos años, cuando era un jovenzuelo, que cayó en mis manos un libro extraño, que leí en su momento pero no lo devoré. No obstante, recuerdo que el mismo tenía algunos de los pasajes que me tocaron en algún lugar profundo y que pocos libros son capaces de tener. Este libro es Sobre los acantilados de mármol de Ernst Jünger, el famoso novelista e intelectual alemán del Siglo XX.

Jünger tuvo una extensa vida que le llevó a experimentar todos los horrores del Siglo XX peleando en las dos guerras mundiales con Alemania, y viviendo la posguerra en un mundo aparentemente defensor de la libertad, pero que en realidad era otra manera de opresión totalitaria con un camino bien definido al colectivismo más atroz, al cual estamos a punto de dar el último salto. Y esto lo entendió bien Jünger.

No obstante su camino ideológico transcurrió por una senda en la que iba recorriendo una trayectoria hasta llegar al final al ideal del anarca: la antítesis del anarquista. Orden contra caos.

Sus ideas no son bien entendidas, y mucho menos en el mundo actual que recuerda al mismo por su participación en los movimientos nacionalsocialistas radicales de su juventud, y que pasa por alto su obra tardía, donde da un giro bastante claro hacia el lado más oscuro si cabe del anarco capitalismo, o en su caso más bien el rechazo absoluto por el poder y las ideas socialistas y totalitarias tan incrustadas en el demos actual.

Ideología de Ernst Junger

Su camino ideológico transcurrió por el camino de los personajes arquetípicos básicos de sus obras: el soldado, el trabajador, el rebelde y finalmente, el anarca. Este camino vendría a ser algo así como el viejo dicho alemán que decía: si en tu juventud no eres socialista no tienes corazón; y si en tu madurez aún sigues siendo socialista es que no tienes cerebro.

Su juventud transcurrió más por la senda del socialismo y el nacionalismo radical. Sus experiencias en la Primera Guerra Mundial marcarían profundamente su arquetipo del soldado.

Más tarde vendría su arquetipo del trabajador. Pero no tardó en darse cuenta de que ambos formaban parte del empuje de la fuerza de los titanes, que ha acabado por abarcarlo todo a día de hoy. Ambos, y sobre todo el segundo, son los mayores soportes de la mentalidad socialista y la burocracia asfixiante. El trabajador, como Tipo, como plasmación del principio de la propiedad pública, lucha con todas sus fuerzas por la implantación de la visión titánica. Y a buena fe que lo ha conseguido. El resultado de ello es la destrucción de toda dignidad individual y la construcción de un individualismo igualitario; que es otra manera de decir un colectivismo atroz.

Hay pues que escapar de la trampa que supone ensalzar al trabajador como el ideal supremo. Dicho ideal es la búsqueda de la comodidad, la inacción (representada por el burócrata), la apatía y el desprecio y odio por aquel que que es representa valores de productor independiente, como bien podría ser un guerrero.

Erns Junger el rebelde

La siguiente parada en la vida de Jünger lo llevó al concepto del rebelde, el cual ya se pudo vislumbrar en la novela ya comentada, Sobre los acantilados de mármol.  Esta novela, escrita en 1939, muestra una clara retirada de su apoyo intelectual al movimiento nacionalsocialista. En la misma obra se interpreta al rebelde como aquel que no acepta formar parte de la maquinaria estatal que lleva camino a un automatismo y uniformización de la masa.

El rebelde escoge la retirada y la meditación. Se niega a participar en las injusticias de la época; se esconde en el “bosque” (1). Pero al mismo tiempo está dispuesto a defender su libertad a cualquier precio. Es el destino del apátrida, de aquel que sabe que vivirá en posiciones “perdedoras” desde el punto de vista material, pero que la certeza que le hace ser sabedor de esa verdad, le convierte en un ser libre desde el punto de vista espiritual.

Se podrá tener a toda la sociedad moderna, con todas sus cadenas burocráticas en contra, pero nunca se podrá perder la dignidad.

El bosque está por doquier; hasta puede hallarse en el suburbio de una gran ciudad.

Ernst Jünger, Tratado del rebelde

El bosque es una metáfora de la huida desesperada de la uniformización total y de la Nada de La historia interminable. Es ese espacio donde aquellos que aún creen en la libertad intentan escapar de las garras del Estado para dar rienda suelta a su capacidad creativa y vital. Es la resistencia a entregarse a los poderes telúricos que buscan el sometimiento absoluto y la supresión de la Persona. El bosque viene a ser ese mercado negro que queda cuando todas las posibilidades son coartadas por el poder que lo vigila todo. Es ese rincón de la calle donde quebrantamos la ley al vender una cajetilla de tabaco de manera “ilegal”; o ese rincón de nuestra cabeza donde transgredimos las leyes sagradas de la estatolatría.

Un rebelde no busca el poder; pues en todo caso el poder le viene a él. Y si así es, lo ejerce, no por propio gusto, sino porque así es reclamado por aquellos que lo necesitan. Todo lo contrario acontece con aquellos que buscan el poder porque aman la sensación de sometimiento, y más aún, aman ser sometidos.

El sueño del anarca

La diferencia está en que el huido al bosque ha sido expulsado de la sociedad, mientras que el anarca ha expulsado a la sociedad de sí mismo

Finalmente llega Jünger al concepto del anarca con su obra Eumeswil, donde narra las aventuras y desventuras de un historiador en un futuro apocalíptico, viviendo en una ciudad-estado dirigida por un tirano llamado Manuel Venator.

 

El anarca es la antítesis del anarquista. Cuando uno lee los programas de cualquier movimiento político anarquista se da cuenta de que son una pura contradicción; uno que es anarca claro, porque los anarquistas ven esos planes como la quintaesencia de la libertad y de la liberación del yugo del Estado. Para lograr dicho objetivo aspiran básicamente a la suspensión de la propiedad privada.

Le pueden dar todas las vueltas que quieran pero al final siempre acabarán por instaurar una especie de comuna en la cual se supone que todo ha de ser consensuado de alguna manera, no se sabe bien cómo. Sin saberlo son los más ávidos demócratas, y al mismo tiempo estatólatras irredimibles. Quieren abolir la propiedad privada pero sin establecer un Estado, es decir, propiedad pública.

¿Cómo es el tema entonces?

¿Si no es propiedad privada (de alguien) o pública (de todos) entonces de quién es?

Dirán que no es de nadie o de quien hace uso de la propiedad.

¿Pero quién decide quién usa cada cosa? ¿O esto surge del libre albedrío?

¿Y qué pasa con el ahorro?

¿Puedo ahorrar o no puedo ahorrar?

¿Puedo comprar un almacén o me lo da alguien?

¿Hay o no hay herencia?

Los anarquistas siempre chocarán con la pared de que su ideal de libertad y liberación no es más que la epítome de la esclavitud suprema: pues en ausencia de propiedad privada lo único que hay es propiedad pública, y con propiedad pública lo único que hay es un Estado todopoderoso y una masa amorfa de burócratas. Pero ello es una utopía, pues el burócrata (y el anarquista) dejan de tener sentido en ausencia de propiedad privada. Cuando ya no hay más esclavos que someter; ni más energía que succionar se acaba el sueño totalitario y con ello deviene el caos: la verdadera disolución prevista por Marx. Por ello es que justo cuando triunfe la ideología socialista en su totalidad, será el momento de su caída.

«De esta manera, la tiranía es raramente legada; al contrario que las monarquías, raramente dura más allá del nieto. Parménides recibió la tiranía de su padre como un regalo envenenado.»

¿Tiranías en la antiguedad?

Las tiranías forman parte de la época crepuscular de las civilizaciones, cuando todos los vestigios de la cultura original han sido borrados del mapa, y cuando la propiedad pública ha suplantado a la propiedad privada de los antiguos, que a pesar de la creencia popular de hoy día, ejercían su poder bajo una legitimación verdadera, con raíces bien incrustadas en la gestión privada de la propiedad.

Su poder originario no tenía nada que ver con los tiranos comunes de nuestra era. Dicho poder venía de una herencia consecuente con los derechos fundamentales de propiedad privada, pues donde no hay herencia, no hay familia, y donde no hay familia no hay origen. Pues la familia es el origen de los clanes, y los clanes son el origen de los pueblos y de las culturas. Y en todo ello juegan un papel fundamental las aristocracias; cuya existencia, a pesar de la creencia de los liberales, forma la médula espinal de la propiedad privada. Y no solo una propiedad privada profana y materialista, sino una basada en la “propiedad espiritual”; cuyo origen se remonta a tiempos arcaicos, más allá de la historia conocida.

Ese es el origen de las aristocracias y su función como centro, y como emanación del orden y la verdadera ley: la ley de la propiedad privada y la Tradición.

El anarca sabe esto. Sabe la diferencia entre un tirano y un monarca de antaño. El primero basa su poder en el miedo y el comprar voluntades. Pero para ello necesita gastar porciones de energía cada vez mayores. Ese es el problema de las tiranías salidas de los colapsos democráticos. Su esencia profundiza aún más en el carácter de expolio del capital; es la esencia del socialismo, es decir, ser un parásito.

«Soy anarca; no porque desprecie la autoridad, sino porque la necesito. Del mismo modo no soy un no creyente, sino un hombre que demanda algo en lo que merezca la pena creer.»

La ley del reino es la de la propiedad pública y no existe pues herencia. No hay ya el más mínimo soporte, ni un origen o una tradición a la que asirse; así como tampoco una legitimidad verdadera. Es el mundo del cortoplacismo de aquí y ahora.

El tirano no tiene la más mínima intención de gestionar el capital del reino de manera que el valor de este se incremente con el tiempo; pues aunque ello traería un beneficio a largo plazo, sería repudiado por las masas y sus acólitos, que le reprocharían el dejar de ser un tirano. La tendencia del tirano es a satisfacer las demandas del demos en la fase final del ciclo; cuando las fuerzas de la materia son imparables.

El rey, sin embargo, no necesita gastar dichos lotes de energía. Tampoco puede, pues la energía es escasa; o por decirlo así, está en un delicado equilibrio. El origen de su mandato reside en el concepto legítimo de la propiedad privada. Su reinado le pertenece por la ley sagrada de la herencia. Recibe el apoyo de la aristocracia y del pueblo, pero no es un apoyo democrático sino tácito.

Cualquiera es libre de abandonar la soberanía.

No se erigen muros o alambres para impedir la salida.

El monarca ha de cuidarse de tratar bien a sus ciudadanos, pues estos son de su “propiedad” pero sin serlo. Él es el gestor y dueño del servicio de justicia en el reino. Dicho servicio fue concedido en tiempos inmemoriales a sus antepasados: antiguos anarcas, por razón de su imparcialidad y su superioridad espiritual. Dichos privilegios no fueron buscados por ellos, sino que por el contrario, fue el pueblo el que reclamo esa posición en base no a la cantidad de su “voto” sino a la cualidad (espiritual y guerrera) del monarca.

El anarca de esta era se da cuenta de la futilidad de cualquier esfuerzo por intentar cambiar las cosas pues no se puede cambiar la marea simplemente deseándolo; ni tampoco remando a contra corriente.

Ernst Junger y socialismo

El espíritu de la época es tan profundamente socialista que todo esfuerzo por intentar cambiarlo es en vano. El resultado final será consecuencia de la misma fuerza contraria creada por el socialismo. Solo cuando la marea haya arrasado con todo y los banales ideales socialistas se vuelvan evidentes; solo en ese momento, vagando como perros hambrientos, comprenderán los hombres cual es el camino al verdadero orden. Mientras, el anarca ha de permanecer impasible.

Navegará con la marea pero consciente de a donde lleva la misma, sin hacerse la más mínima ilusión por cualquier movimiento político que pueda surgir en estas horas finales, pues el verdadero ideal de la libertad es aquel donde hay ausencia de propiedad pública.

Al contrario que el anarquista, su sustancia y su credo es anti nihilista.

El anarquista deriva su lucha vital hacia la consecución de la masa amorfa. De ahí su anhelo por el igualitarismo extremo.

Anarca o anarquista

El anarca suspira por huir lejos de la masa total; por alcanzar la infinitud y el todo. Su sustancia es la creación, la del anarquista la destrucción. La eterna lucha de los dioses y los titanes.

Así es el rol del anarca, quien permanece libre de toda atadura y puede así tornar en cualquier dirección

El anarca permanecerá impertérrito ante los movimientos políticos y sociales de nuestra era. No se puede atar a ninguno porque todos carecen de un sentido apolítico, es decir ajeno al concepto de propiedad pública. En este sentido el anarca es un “anarcocapitalista” que no reconoce legitimidad alguna en ningún Estado moderno. Lo único que hace es desempeñar la función que le toque o elija y mantener su distanciamiento interno.

Amo la libertad por encima de todo, por lo cual cualquier compromiso es una metáfora, un símbolo. Esto toca la diferencia entre el huido al bosque y el partisano: esta distinción no es cualitativa sino esencial en naturaleza. El anarca está cerca del Ser. El partisano se mueve con la estructura nacional o social del partido, el anarca está fuera de ella. Por supuesto, el anarca no puede eludir la estructura del partido ya que vive en sociedad.

Como ya entendió Evola en su época tardía, el principio que ha de regir a aquellos que se sienten pertenecientes a otro mundo, es el de desapego interno. Toda estructura apolítica de defensa de la Tradición (y de la propiedad privada) ha dejado de existir. Lo que queda es un sistema de partidos políticos, en el que todos buscan el dominio de lo público sin ninguna orientación hacia arriba.

El anarca debe cabalgar el tigre que desciende de la colina en desesperación; y debe hacerlo con la conciencia tranquila y optimismo. Pues como diría el mismo Jünger, a pesar de parecer pesimista, él era un optimista, pues sabía que el futuro lo “curaría” todo, y que todo tenía un sentido.

El mal acabará consigo mismo

En cuanto a los que buscan el bien para la humanidad, me son familiares los horrores perpetrados en nombre de la misma, como el Cristianismo y el progresismo. Los he estudiado. No sé si estoy en lo correcto cuando cito una frase de un pensador galo: “El hombre no es ni animal ni ángel, pero se vuelve un demonio cuando trata de ser ángel”

Lo que me recuerda a ese viejo dicho que dice: “el camino al infierno está plagado de buenas intenciones”.

Esta cuestión, plasmada hasta la saciedad en la historia, está condenada a repetirse era tras era, por los tiempos de los tiempos. Pues siempre habrá “socialistas” y siempre habrá hombre de tradición. Los primeros siempre nadan rodeados de buena fe pero sus actos, o mejor dicho, los resultados de los mismos, nunca corroboran la misma. Los segundos no prometen, ni quitan nada, simplemente hacen y crean espíritu. La esencia de los primeros es el nihilismo y la búsqueda insaciable por el «bien» a los demás (en lo profundo de su ego, más bien a sí mismos), para lo cual necesitan romper la libertad de otros. Y es que una injusticia no repara otra injusticia; el problema es que la ruptura que hacen los socialistas (mal llamados anarquistas) no es la cura de ninguna injusticia, sino la ruptura de la única justicia que hay, y que dice «no hagas a los demás lo que no deseas que te hagan a ti»; la justicia que dice que la propiedad privada es sagrada, pues sin propiedad no hay libertad y sin libertad no hay nada, solo esclavitud y muerte.

(1)   Una obra fundamental de Jünger a este respecto es The Forest Passage, en el cual habla de cómo el pensador independiente se opone a la fuerza del estado totalitario, por muy fuerte que esta sea.